16-09-04 - Carlos Carnicero (EL PERIODICO)
Es cierto que la verdad, el conocimiento posible de lo ocurrido, en una comisión de investigación parlamentaria, a la luz del reglamento del Congreso de los Diputados, se rige por una extraña lógica matemática cuya ecuación básica radica en la proporción que tienen los partidos políticos en su seno. Es difícil creer que las comisiones de investigación buscan esclarecer la realidad de lo sucedido; su objetivo, hasta donde la memoria nos alcanza, ha sido el desgaste del adversario y la defensa de las propias actuaciones: imposible concitar responsabilidades políticas si chocan con los deseos de la mayoría que, imperturbable frente a la lógica y los propios hechos, se atrinchera en las versiones que le son favorables y en las que desgastan al adversario.
SÓLO DESDE estas modestas convicciones pueden entenderse las cautelas e impedimentos de Gobierno y oposición para que comparezca quien era presidente del Gobierno de España en el momento del atentado más brutal de nuestra historia. Pero era demasiado desaliñado e impresentable ante la opinión pública la ausencia del testimonio de José María Aznar, sobre todo porque antes, durante y después del 11-M, sus actitudes han sido personalistas y huérfanas de la institucionalidad debida a quien era presidente de Gobierno.
Demasiadas iniciativas de Aznar exigían un esclarecimiento que ha terminado por ser inevitable y que sólo el expresidente podía proveer. Si las dos legislaturas en las que Aznar fue titular del Ejecutivo estuvieron marcadas por un sesgo, éste fue el personalismo en la toma de decisiones que rara vez compartía con los miembros de la dirección de su partido y con los ministros del Gobierno, y que nunca lo hizo con el titular de la oposición.
En su libro de memorias, escrito contra el curso de los acontecimientos que tanto le sorprendieron en la derrota electoral, Aznar señala caminos que la comisión de investigación del 11-M no podía ignorar y era necesario cotejar con su propio testimonio. Primero, claro, sus propias manifestaciones sobre la imprevisión en la alerta frente al terrorismo islamista. El exministro de Interior, Ángel Acebes, provocó una crisis institucional con el nuevo Gobierno socialista, cuando el nuevo inquilino del Ministerio de Interior, en declaraciones de prensa, aventuró la hipótesis de la falta de diligencia política del Ejecutivo de Aznar frente a las amenazas terroristas en términos similares a los que reconoce el expresidente en su último libro.
Durante la propia conmoción por el atentado, Aznar ni siquiera siguió los protocolos previstos por las instituciones: la convocatoria formal del Gabinete de crisis, la ausencia en todas las reuniones --que necesariamente deberá explicarse-- del titular del Centro Nacional de Inteligencia, Jorge Dezcallar, cuyo testimonio en su comparecencia parlamentaria dejó atónitos a todo s los que le escucharon. Aznar no convocó la Diputación Permanente en las horas posteriores al atentado, no compartió iniciativas ni responsabilidades con la oposición --ni siquiera a la hora de convocar una manifestación de repudio que todos secundaron--, trató de inducir a los directores de los periódicos a informaciones que al poco rato de formularse, casi como exigencias, ya eran evidentemente falsas. Su Gobierno ocultó y retrasó información y mantuvo, frente a la crudeza de los hechos que se iban confirmando, tesis disparatadas sobre la autoría de la barbarie que sólo a su partido podía beneficiar.
Frente a las comparecencias ya consumadas --algunas de ellas dignas de pasar a la historia de la grosería parlamentaria, como la del exdirector de la Policía Díaz de Mera y la del fiscal jefe de la Audiencia Nacional, Fungairiño-- resultaba imprescindible la del expresidente de Gobierno para que los efectos de los trabajos parlamentarios fueran creíbles por una opinión pública expectante como en pocas ocasiones.
SIN DUDA, conciliar la comparecencia de Aznar no ha sido una decisión fácil en el seno de la comisión. Alfredo Pérez Rubalcaba no nos ha evitado la falta de entusiasmo del PSOE por la asistencia del expresidente, facilitándonos todos los elementos para pensar que Gobierno y oposición habían acordado tablas al organizar esta partida parlamentaria. El Partido Popular ha tratado de impedir la presencia de su todavía presidente con argumentos difíciles de sostener y que acreditaban la incomodidad de la versión de Aznar en sede parlamentaria. Todo el discurso embravecido de Aznar, alardeando de poseer documentos oficiales y secretos de inteligencia, insinuando versiones contradictorias con los hechos conocidos y amagando con desvelar comportamientos indecorosos de quien hoy ocupa el Gobierno, estaba agazapado en los inconvenientes que para su propio partido y para el PSOE podían suponer aumentar la apuesta de la comisión hasta incluir al expresidente del Gobierno y que, por contagio, podía envolver a quien hoy ocupa la Moncloa. Ha terminado por ocurrir lo que era inevitable: el expresidente dará versión oficial, compulsada y pública de las explicaciones que expandía por los medios sin que pudieran tener contraste político.
Pero frente a este triunfo de la dignidad parlamentaria, conviene recordar a los miembros de la comisión y a los medios de comunicación que quien deberá responder a las preguntas que se le inquieran está investido del decoro de haber sido elegido, en dos ocasiones consecutivas, presidente de Gobierno de todos los españoles. Esa dignidad merece corrección, mesura y respeto. Y algunos tendrán que aprender que la firmeza no está reñida con la cortesía y la consistencia con la
honorabilidad. Tenemos ante nosotros la posibilidad de acceder a una lección de democracia política a la que no estamos acostumbrados. Esta ocasión se merece un aplauso.
18/9/04
Aznar, ante sus historias
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