Baltasar Garzón Real
Magistrado-juez de la Audiencia Nacional de España.
El País, 04-03-2003
Le escribo estas notas de urgencia con la ansiedad de quien se hace múltiples preguntas y apenas encuentra respuestas, y casi con la certeza de que difícilmente se pueda conseguir alguna fórmula que haga reflexionar a quienes —como usted— dirigen esta locura, con una sordera tan desconcertante como peligrosa, que nos conduce hacia una deriva y un desequilibro emocional y psíquico del que la generalidad de los españoles saldremos con dificultad.
A veces, señor presidente, me da la sensación de que enfrente no tenemos políticos —utilizo el término en el sentido clásico del mismo y no en la derivación utilitarista que muchos le dan ahora—, sino muros de piedra resbaladiza por la humedad y el humus pestilente de quienes carecen de sentimientos.
No recuerdo un grado de protesta y de auténtica rebelión popular como el que su postura, señor presidente del Gobierno, está generando en todos los estratos y clases sociales españoles. Tampoco recuerdo mayor grado de cinismo en algunos líderes políticos, que utilizando toda la demagogia y la manipulación de los medios de comunicación que controlan confunden gravemente a los ciudadanos jugando con su seguridad y sometiéndolos a un «bombardeo» constante de mentiras y medias verdades que apenas les dejan respirar.
Como no aspiro a ningún puesto, ni a ningún nombramiento, y ni tan siquiera me preocupa perder el que ahora tengo, disfruto de la libertad suficiente para escribir y decir «Basta ya»; perdónenme los abnegados luchadores de esta plataforma por hacer mía esta expresión que tan valientemente defienden con su actuación insumisa, pacífica y beligerante frente al terror, pero también aquí se trata de luchar contra la violencia dialéctica institucional impuesta por unos gobiernos mutantes de la realidad que, día a día, menosprecian a aquellos que les hemos dado legitimidad democrática en las urnas con nuestros votos, positivos o negativos, obligándonos a la aceptación de una realidad inexistente y a un estado de cosas, creado a propósito por alguno de ellos, para justificar ahora la pesadilla que sufrimos la mayoría en todos los países de la Tierra.
En el último mes —desde el 27 de enero de 2003 al día de hoy—, señor presidente, he seguido, como tantos otros, los debates en el Parlamento español sobre la guerra de Irak, así como las noticias de los diarios, los debates y las imágenes en las televisiones, y especialmente los esfuerzos de usted y del señor Blair —el señor Bush ya ni lo intenta— para explicar su postura y justificar la disociación de la misma con la de los ciudadanos de Gran Bretaña y España.
He comprobado cómo una vez más se impone la ley no escrita de la sumisión acrítica de los diputados del Grupo Popular y, cómo algunos, en forma desafortunada, insultaban a los actores que dignamente discrepaban en silencio desde la tribuna, o lanzaban improperios a la oposición por su discrepancia democrática, y, sobre todo, cómo adulaban con la sonrisa y el aplauso a su líder, es decir, a usted; y he sentido miedo, un miedo frío, físico, palpable y denso como el chapapote; pero también he constatado cómo alguno de ellos, al aplaudir y al sonreír, se removía en su escaño, sin duda pensando en la vergüenza que tendría que pasar cuando, al llegar a su casa, tuviera que mirar a sus hijos, a sus padres, a su esposa o a su marido y explicarles lo inexplicable. A estos últimos me dirijo, pidiéndoles que expresen lo que sienten y que actúen en consecuencia.
No han sido uno, ni dos, ni tres, sino decenas y decenas de militantes y votantes del partido que preside, con los que he tenido oportunidad de hablar, y en todos he hallado un rictus de amargura por su posición, y una preocupación verdadera por la deriva que ha tomado y que, para ellos, compartirla roza el problema de conciencia. Pero, a la vez, y lo digo con el cariño que le tengo a algunos, callan en forma cobarde, temiendo las «consecuencias» de su discrepancia ante sus dirigentes. Por mi parte siento pavor de que su miedo, el de «prietas las filas, recias, marciales, nuestras escuadras va...» o el de las apelaciones del señor Rajoy «al orgullo, al honor y las convicciones», se confundan con mi miedo y el de los españoles que, en defensa de nuestra patria, nos oponemos a una guerra injusta desde la libertad y la coherencia.
Señor presidente, cuando usted y los dignos representantes parlamentarios elegidos por el pueblo recibieron la legitimidad que otorgan los votos de los ciudadanos —esos que tan pronto olvidan algunos de ustedes cuando han conseguido el escaño y de los que no vuelven a acordarse hasta que necesitan pedírselo de nuevo—, la obtuvieron para representarlos y defenderlos; pero el mandato no incluía las cartas marcadas, no suponía la actuación en contra de aquella confianza ni a favor de una posición sobre la guerra que tan sólo defiende una minoría —por lo demás, poco informada— ni de los intereses a favor de unos líderes que quieren ocupar un lugar en la historia a costa del sufrimiento de todos. Creo, humildemente, que entre las obligaciones que ahora deben cumplir está la de sumarse al grito de oposición a la guerra y hacerlo abiertamente en el ámbito de sus competencias. Como ciudadano, tengo derecho a pedírselo, e incluso exigírselo, porque el derecho a la paz es mi derecho y la guerra es la negación de este derecho, y de la justicia más elemental, a la vez que la derrota de todos.
Ninguna disciplina de voto puede obligarles a votar por encima de aquel derecho. Y, si finalmente lo hacen, no olviden su responsabilidad en la masacre que se anuncia, porque ustedes son responsables directos si avalan esta locura. Ningún reglamento de régimen interno les obliga a votar en contra de su conciencia, pero si a pesar de ello ustedes votan en contra de aquel derecho, no olviden que serán responsables de cada una de las vidas que se pierdan en esta posible guerra, incluida la de los soldados españoles que sean enviados al escenario del conflicto. Ninguna sanción administrativa, ni incluso la pérdida de expectativas de una inclusión posterior en listas electorales, les obliga a votar en contra de aquel derecho, pero si a pesar de ello lo hacen, no olviden, ni por un momento, al margen de lo que digan sus líderes, que ustedes serán responsables del desastre humanitario que se cierne sobre todos.
Ustedes deben decidir en qué bando juegan, si en el de la legalidad internacional y nacional, pero la real, no la del marketing, ni la fatua, ni la de las palabras huecas, o en el bando de la falsedad y del interés oculto de unos pocos que pretenden sobornar nuestras conciencias ofreciéndonos las riquezas de las minas del Rey Salomón.
He observado con atención la actividad desplegada por usted, señor presidente, en diversas partes del mundo, sus reuniones con diferentes líderes, incluso con Su Santidad el Papa Juan Pablo II, y ello está bien, pero no acabo de entender cuál es la razón última de tanta acción en «primera línea». No sé si es la finalidad de obtener el reconocimiento de gran estadista la que le guía, o es la necesidad de comprensión la que le motiva, o en fin, la urgencia de obtener un perdón preventivo por sus acciones. En todo caso, sería muy fácil para usted conseguir esas finalidades sin poner en riesgo valores esenciales; bastaría con sumarse a la postura que todo el mundo civilizado, y los líderes políticos más dispares —franceses, alemanes, rusos, sirios, chinos ...—mantienen. Ésta sí es una apuesta por la paz. ¿Qué hará usted, señor presidente, si el Consejo de Seguridad no aprueba la resolución que usted ha preparado con los señores Blair y Bush?
Ustedes dicen que están agotando todas las posibilidades y afirman que Irak ha incumplido la resolución 1.441 y por ello quieren dar vía libre a la guerra; entonces, ¿a qué viene el paripé de tantos contactos y visitas y sin embargo no hacen ninguna a Irak para hablar con su enemigo?; ¿cuál es la razón de esa segunda resolución, cuando los inspectores están haciendo su trabajo bien? Miren, yo pienso que sólo es la excusa que la Administración Norteamérica necesita para iniciar un ataque que ya tiene decidido. Señor presidente, ¿cómo puede usted hablar en referencia a la decisión iraquí de destruir los misiles Al Samud 2 como «juego muy cruel con el deseo de paz de millones de personas en el mundo»?. No se ha dado cuenta de que estos millones que usted cita están a favor de que no se intervenga en Irak, es decir, en contra de su postura, la del señor Blair y la del señor Bush. ¿Cuándo se darán cuenta de que es necesario algo más que palabras grandilocuentes, alambicadas o estentóreas, para convencer a los ciudadanos? Señor presidente, Turquía — cuyo Parlamento ha dicho no— recibirá treinta mil millones de dólares por su colaboración, ¿cuál es el precio que pagaremos por prestarnos a esta farsa?
Pero no olvide que dicho precio estará manchado de la sangre de muchos inocentes y ello les avergonzará para siempre.
Siento que la palabra Paz se está prostituyendo de tanto usarla mal. Excepto para todos aquellos que estamos entendiendo y viviendo que es la primera vez en la historia de la humanidad en la que, saliendo a la calle o de cualquier otra manera, estamos creando una «Revolución por la Paz». En general, somos personas que la pronunciamos poco, pero la defendemos con nuestras acciones, desde cada uno de nuestros puestos de trabajo y responsabilidad, y si hace falta la gritaremos una y mil veces.
Mire, señor Aznar, el día 15 de febrero de 2003 sentí un orgullo que difícilmente podrá entender. Mis hijos y mi mujer estuvieron conmigo en la manifestación, codo con codo, gritando a favor de la paz. Vi sus caras y su decisión, como la de tantos miles y millones de personas, y ellos me han reconfortado como padre y como ciudadano y me han transmitido la fuerza que necesitaba para seguir.
Después de todo lo dicho quiero hacer un esfuerzo y entender por qué nuestro Gobierno —o mejor dicho, usted, señor presidente— se ha encastillado en una espiral que puede llevarle a una especie de suicidio político; para ello he decidido parar de escribir y continuar dos días después de meditar sobre ello.
Durante estas 48 horas he pasado revista a las explicaciones de Ana Palacio; a todas las opiniones, entrevistas y ruedas de prensa que usted, señor presidente, ha expresado y realizado; a todas las comparecencias del portavoz del Gobierno; a los debates parlamentarios; a las comparecencias en el Consejo de Seguridad; a las estrambóticas ruedas de prensa del secretario de Defensa norteamericano; a las de la consejera de Seguridad, Condoleezza Rice; a las del propio George W. Bush, y, cómo no, a las del señor Blair. Pues bien, entiendo la postura de EE UU; también, aunque menos, la de Gran Bretaña; pero la que no comprendo es la suya, señor presidente, la cual me parece más dura y más extrema que la de aquéllos, a pesar de la aparente moderación que emplea en sus comparecencias públicas para intentar explicarla.
Veamos, primer asunto: el terrorismo. No creo quebrantar ningún secreto profesional si digo que, al menos hasta donde yo conozco, no existe al día de hoy ni un solo indicio de que la implicación de Sadam Husseín con Al Qaeda existe. Quien acusa tiene la carga de la prueba y no puede desplazar esta obligación a otros, y ustedes no han aportado esa prueba.
Segundo asunto: violación de derechos humanos. Hasta ahora sólo se ha hablado y, ello es cierto, de las violaciones masivas de los derechos fundamentales por parte de Sadam Husseín, pero nada se habla de las violaciones de los derechos humanos que Estados Unidos está cometiendo en forma flagrante y reiterada con los más de mil talibanes detenidos en Guantánamo; y de los que también se hallan en idéntica situación en Afganistán y Pakistán bajo el control norteamericano, o de los más de cien detenidos en EE UU en lugares desconocidos, simplemente por su situación irregular y por su vinculación étnica árabe y cuyo paradero no se da por razones de «seguridad nacional». A todos ellos no se les ha permitido contactar con familiares, abogados, y sus condiciones de vida son infrahumanas, desde hace más de un año. Y frente a esto, señor presidente Aznar y señor primer ministro Blair, ¿qué dicen y qué hacen ustedes?, ¿por qué no se ha tratado este tema en la reunión del rancho del señor Bush en Tejas?, o ¿por qué no exigen a éste un pronunciamiento claro y definitivo para que cese esa situación de ilegalidad? ¿Cómo se puede apoyar a un líder o a un país que está violando groseramente los mismos derechos que dice defender?
Tercer asunto: Se acabará con las armas de destrucción masiva, las armas químicas y la amenaza terrorista que representa Sadam, si éste se exilia o se le elimina. Realmente pueril esta argumentación. Lo único que va a generar esta injusta guerra es, por una parte, una quiebra ya inevitable de la legalidad internacional, y por otra, el aumento del terrorismo integrista a medio y largo plazo, el cual hallará una plataforma de justificación objetiva, de la que ahora carece. Su crecimiento en otros puntos del planeta, entre ellos España, como dijo Tarek Aziz, sin que se apreciara tono amenazante en su afirmación, sino constatación lógica de los hechos, es algo tan evidente como terrible y usted no quiere o no sabe verlo.
Señor presidente, evitar esta guerra en ciernes es misión de todos, y debe darse cuenta de que millones de ciudadanos ya hemos comenzado a dar forma a la «Revolución por la Paz» y hemos ganado frente a usted y sus «compañeros de aventura» la «moción de censura» que les obliga a abandonar su postura, a dar más tiempo a los inspectores y a cumplir la legalidad internacional y, a su vez, les niega el derecho de instar una nueva resolución que dé vía libre a la guerra.
Señor presidente, con respeto pero con enorme firmeza, le digo que usted no puede ni debe ir de la mano de quien está haciendo gala con su política de la consumación de la doctrina de «los espacios sin derecho»; ni de la mano de quien se ha desvinculado de la Corte Penal Internacional; ni unido a quien, de hecho, está construyendo espacios de impunidad que perjudican a la comunidad internacional: ¿acaso usted tampoco cree en la justicia internacional?
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