Adiós, Aznar
El Pais | Opinión
José María Aznar, que se define como hombre de palabra, la ha cumplido al menos en una cosa no baladí: dejar la presidencia del Gobierno al cabo de los ocho años que se había impuesto como máximo. Pero Aznar, que ayer presidió su último Consejo de Ministros, no ha podido cumplir otro objetivo que daba por seguro: traspasar los poderes a un sucesor designado por él y refrendado por las urnas. El que pronto será el cuarto ex presidente de la democracia tiene mucho que reflexionar sobre las causas de la derrota del PP el 14-M. Y, dado el estilo personalista y autoritario con que ha gobernado su partido y la nación, muchas de esas causas tienen que ver directamente con él.
La buena marcha de la economía -con crecimiento y creación de empleo sostenidos, la entrada en el euro que ha llevado a una reducción sin precedentes de los tipos de interés y la estabilidad presupuestaria- ha sido una de las grandes bazas del aznarismo.
Aunque en este terreno también ha arrastrado lastres peligrosos, como la generalización de los contratos precarios, la brutal subida del precio de la vivienda, la escasez de inversión en investigación y desarrollo, la minusvaloración de los sectores productivos en aras de una economía demasiado basada en el ladrillo y una lamentable política de infraestructuras. Pero Aznar, y sobre todo su ministro Rodrigo Rato, dejan la impresión de haber gestionado bien la economía española.
El PP obtuvo el 14-M 9,6 millones de votos, lo que corrobora que el mayor éxito de Aznar ha sido unificar toda la derecha española bajo un mismo partido, que abarca desde del centro hasta la extrema derecha, aunque no dudó en utilizar las peores artes políticas, especialmente tras su derrota en 1993, para llegar a La Moncloa.
La fidelidad berroqueña al PP de esos millones de españoles le convierte en una fuerza con la que el futuro Gobierno socialista va a tener que dialogar y negociar.
Parte de esa fidelidad es atribuible al uso por parte de Aznar de factores políticos y culturales situados muy a la derecha, como la manipulación descarada de RTVE,la identificación con los intereses de la Iglesia católica y especialmente de sus sectores más integristas, o la monopolización de la bandera, la unidad de España y la propia Constitución.
En esta segunda y última legislatura, en particular en el bienio 2002-2004, Aznar abandonó la cultura de la negociación y el pacto políticos a que le obligó la anterior falta de mayoría absoluta, ninguneó al Parlamento, satanizó a la izquierda y a los nacionalistas, revivió el discurso de las dos Españas y avivó hasta niveles muy conflictivos las tensiones territoriales.
Aznar deja en estos frentes las cosas peor de como las encontró.
También se anotó un rotundo éxito en la lucha contra el terrorismo etarra. La ilegalización del entorno político de ETA, el fin de la kale borroka y el acoso policial y judicial a la banda terrorista han dado resultados muy positivos. Pero es de lamentar que el aznarismo también terminara instrumentalizando el Pacto Antiterrorista en beneficio político y electoral propio.
Y finalmente el éxito contra ETA se ha visto contrarrestado por la apertura de un segundo frente terrorista, el planteado por el yihadismo. Por desgracia para todos, Aznar, el político que quería extirpar el terrorismo, se marcha tras el atentado más cruel y mortífero de la historia española.
En la gestión de este atentado, junto con una campaña mal planteada y una oposición que iba creciendo, se decantaron los resultados electorales del 14-M.
Todo lo que había quedado soterrado surgió de nuevo: las mentiras u ocultaciones sobre la huelga general, el Prestige, el accidente del Yak-42 en Turquía y, sobre todo, el incondicional alineamiento con Bush para montar la guerra contra Irak, rompiendo el consenso tradicional en política exterior y prestándose a ser instrumento para dividir a Europa. Una guerra es un asunto muy serio y Aznar afrontó la de Irak no sólo con irresponsabilidad, sino también con escaso sentido de la realidad, que le llevó a dividir a los europeos y a prestarse al juego de las Azores, pensando que sacaba a España del "rincón de la historia". O también a casar a su hija, como si de princesa se tratara, en un delirio ceremonial en El Escorial o a comparar su retirada con la del emperador Carlos a Yuste.
Pese a todo, en el mitin de resarcimiento o desagravio de Vistalegre, ante los intentos de rehuir las propias responsabilidades y endosar a terceros las culpas por el fracaso electoral, tuvo la sensatez de proclamar que "la regla de la democracia es que quien gana, gobierna, y ha sido el PSOE quien ha ganado, y no hay más que discutir". La pregunta que deberá hacerse Aznar, a la hora de la reflexión, es por qué ha terminado siendo tan detestado por tantos españoles.
"El honor perdido de José María Aznar", por Juan Luis Cebrián
Juan Luis Cebrián, consejero delegado del Grupo Prisa, dedica hoy un duro artículo a la figura de José María Aznar, y lo hace lanzando una serie de preguntas al lector a las que responde a través del relato de cómo se vivió en las redacciones de El País y la SER los días previos a las elecciones del 14-M.
Había diseñado con tanta anticipación su retirada de la política, la boda de la hija rodeada de fastos imperiales, la designación de un sucesor por su dedo todopoderoso, los estrechos lazos de amistad con esa clase internacional de dirigentes a los que la riqueza no basta para saciar su petulancia y ambición, y la analogía final, mentada por él mismo, entre su decisión de no presentarse a unos nuevos comicios y el monacal retiro del emperador Carlos en Yuste; había mimado de tal forma su imagen de gobernante incorruptible y capaz, el milagro económico español que sus decisiones propiciaban, su abanderamiento en la idea de una España trascendente y profunda, universal y única, como corresponde a uno de los países más importantes de la Tierra, que comprendo su decepción y su amargura, rodeado como está hoy de imágenes de cuerpos destrozados, víctimas del odio y la sinrazón, abucheado por quienes él mismo convocó a manifestarse, criticado por sus colegas extranjeros y por la prensa internacional, derrotados sus compañeros en las urnas cuando nadie daba un ápice por la victoria de la oposición.
Imagino a José María Aznar, en la mañana del domingo de las elecciones, sentado en el salón de columnas de Moncloa, la mirada solitaria y absorta, en medio de ese silencio sepulcral que encoge el ánimo de los que no tienen nada que decir, y siento cierta misericordia por él, cierta humana solidaridad con el perdedor. Luego pongo el televisor, dispuesto a escuchar la primera entrevista que concede tras el desastre electoral. Ya es dramático que no pueda hacerla en Televisión Española, la televisión de todos, porque sabe que nadie creerá entonces lo que diga, y lo que quiere es que le crean, que le den fe, que confíen en él los españoles.
Pienso que este país acaba de sufrir el trauma más formidable de sus dos últimas décadas, con cientos de familias rotas, mientras un penetrante olor a chamusquina y pólvora impregna las conciencias de los ciudadanos, pero el presidente del Gobierno, ahora en funciones, no va a los estudios a defender su política, a explicar sus acciones, a debatir los problemas de España, a infundir confianza a los ciudadanos, a garantizarles su seguridad o explicarles en qué fallaron las autoridades, si es que lo hicieron, para no poder prevenir una masacre de ese género, va a decir que él es un hombre de honor y que no puede quedarse arrumbado en el rincón de la Historia, con esa fama de mendaz y manipulador que le están echando algunos.
Entonces, la ternura de juguete roto que me inspiraba desaparece. En medio de este monumental desastre de vidas destruidas, y en el umbral de un cambio copernicano en la política española, lo único que parece interesarle al prócer es su honor, por el que lucha también a brazo partido en un largo artículo en The Wall Street Journal, en la cumbre de la Unión Europea en Bruselas, en peregrinas cartas de rectificación, hasta un punto en el que no repara, incluso, en mancillar el honor y el prestigio de los demás, con acusaciones y amenazas, veladas o menos veladas, a quienes no piensan como él, con la aceptación de la tesis de que la retirada de las tropas españolas en Irak es un triunfo de los terroristas y no una decisión autónoma del nuevo Gobierno, avalada por las urnas.
Esta calderoniana y recién estrenada obsesión por el honor habla mucho del personaje que nos ha gobernado durante ocho años y que, aun yéndose voluntariamente, más parece haber sido desalojado del poder a las malas.
¿Mintió Aznar?
¿Manipuló la información el Gobierno en las jornadas aciagas que van del 11 de marzo al domingo 14?
¿Utilizó el dolor ajeno, él, que acusa a los demás de violar el luto de estos días, por motivos más o menos electorales?
¿Fueron los servicios de inteligencia, ora ensalzados, ora puestos en entredicho, los responsables de los errores cometidos?
¿Existió una conspiración entre PRISA y el partido socialista para desalojar a la derecha del poder?
¿Y tornará este Gobierno, aunque sea en funciones, a propiciar la guerra de medios, gracias a la cual se encaramó a las poltronas hace ocho años?
¿Volverá a desparramarse la basura, mezclada ahora con la sangre, por la política española con tal de que el honor sea salvo?
Parece una factura muy cara de pagar.
Para los que aprecian los hechos más que las divagaciones, he podido construir una narración, con la ayuda de un equipo de periodistas de El PAÍS y la SER, sobre lo que ocurrió en los días previos a las elecciones pasadas o, al menos, sobre cómo se vivieron los acontecimientos en las redacciones de nuestros medios.
La sola concatenación de los sucesos habla por sí misma, y dejo al albedrío del lector calificarla: ¿mintieron, manipularon, fueron ineptos, simplemente, en el manejo de la crisis?
¿Quizá sucedieron las tres cosas a la vez? Ponga cada cual lo que le parezca.
En mi opinión, este relato prueba que la transparencia prometida por el Gobierno no es tal, que muchas aseveraciones rotundas que sus portavoces se permitieron hacer no tenían otro fundamento que sus personales y particulares deducciones, y que en todo el proceso se impuso la falta de rigor, atizada por el vértigo electoral. Quién sabe si no fue precisamente eso lo que les costó el poder.
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